
Su cuerpo descansaba frío y había adquirido el color de cualquier vulgar cadáver. Despojado de su uniforme y chaleco antibalas, adquiría matices casi humanos, los mismos que un día disfrutara aquel viejo caminante que no era de Paris y fue conocido en toda La Habana. Sin escolta que velara por su despojos, aquella figura, aún muerta, mostraba la invalidez de cualquier niño indefenso que clama por la presencia de su madre. Restos de su arrogancia sobrevivían a su muerte, y aquel temor que causara con su sola presencia, comenzaba a apagarse como le sucede a cualquier vela.
Había perdido la noción del tiempo transcurrido dentro de esa cámara, su espíritu, encerrado junto a él, permanecía casi congelado esperando por el destino que le asignaran. Oscuridad y silencio, serían las peores condenas a las que fuera sometido por más de medio siglo de existencia. Aquella ausencia de plazas llenas de banderitas agitadas y altavoces que retumbaban una ciudad entera, iban desapareciendo en la medida que navegaba por un estrecho túnel con una lucecita al final, fin que nunca pudo alcanzar y moría remordido por la intriga.
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- ¡Adelante! Casi gritó ante los insistentes toques en la puerta de su camarote.
-Buenos días, Capitán. Saludó el visitante una vez adentro, era un hombre de figura estrafalaria que vestía un delantal embarrado con gotas de sangre, como si hubiera terminado de cometer un asesinato. Llevaba puesto el gorro de cocinero establecido por el reglamento, una especie de butifarra plisada que se ampliaba en el tope y debía tener la figura de un ridículo hongo. Solo que esta vez se negaba a mantener el equilibrio y estaba más inclinada que la Torre de Pisa. En sus manos cargaba un diminuto paquetico y no logró despertar la curiosidad del Capitán, quien tampoco apartaba los ojos de un montón de panfletos entregados hacia unos momentos por el Primer Oficial.
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