Las blancas arenas de la playa relucían bajo el sol de la tarde allí, desde el fin del muelle extendiéndose a la distancia hacia el este de la bahía. Y a todo lo largo de esa distancia se alineaban los residentes del barrio de La Punta, confín y final del pueblito y puerto, hogar y vida de los pobladores de aquella maravillosa isla de coral. Nuestro barco había permanecido en puerto más de una semana cargando azúcar, licores y muchos artículos de alfarería traídos de las ciudades cercanas.
Nosotros, los tripulantes de aquél barco éramos hombres venidos de muchas latitudes distintas, unidos solamente por la relación del empleo que, las mas de las veces, no nos entendíamos como no fuera por ese vocabulario babeliano que suele desarrollarse entre los hombres del mar y los portuarios de ciertas partes del mundo, como por ejemplo, - si se me permite la digresión, - la Lingua Franca del Mediterráneo, El Papiamento de Curazao y Aruba, o el Lunfardo del Mar Del Plata, etc.- habíamos muchos trabado algunas amigables conversaciones con varios de los vecinos del lugar. Por consiguiente y, siguiendo las tradiciones, las costumbres y a menudo la única forma de distracción ajena al diario bregar que había allí, se alineaban a lo largo de la playa, siguiendo todo el litoral hasta su fin, en una como multitudinaria despedida al amigo que se aleja, al aventurero que echa manos a su manta y al Quijote que monta su Rocinante.
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